Era una noche oscura y lluviosa cuando Melquiades cruzaba por el parque María Luisa. Cuando un objeto volador cayó ante sus pies. Su primera impresión fue un susto, luego avanzó hacia él con la intriga de saber qué era y con miedo a la vez. Cuando ya lo tenía entre sus manos, de repente, ese objeto comenzó a proyectar rayos débiles hacia varios lugares del cielo, como si quisiera comunicarse con algo o alguien de allá arriba. En un momento el cielo ennegreció como el carbón. Aparecieron como cuatro naves grises, con unas circunferencias debajo de la nave de color rojo. Parecían trozos gigantes de hierro flotantes. Un momento después, descendieron a tierra firme y una larga escalera que llegaba hasta el suelo salía de un lateral de la nave. Cuando acto seguido, se abrió una puerta. Salía mucha mucha mucha luz que le cegaba los ojos y de ellas salieron seres altos, grandes y muy flacos, de color verde, con ojos oscuros. En sus manos solo había cuatro dedos y eso le desconcertaba. Se acercaron a él y le hablaron pero él no les entendía. Era como algo mágico, increíble. Cuando, en ese momento, le pusieron la mano como para saludarle pero entendió que lo que quería era su objeto, aquel trozo de metal del que salían rayos de luz. Le devolvió ese objeto a sus dueño. Volvieron a sus máquinas de hierro voladoras y se marcharon dejando un destello detrás de ellos, como si de una estrella fugaz se tratase. Y el cielo volvió a la normalidad. Todas y cada una de las noches él volvía a ese parque llamado María Luisa.
Juan Reyes Buiza 2º A curso 2015/2016
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