TEXTO 1: narrador interno (Manolito
gafotas. Elvira Lindo. Fragmento)
Dice la Susana que, cuando una persona
de España va al psicólogo, es porque ya la han echado de todas partes, que
antes te mandaban a una isla bastante desierta, pero que ahora, con la cantidad
de chinos que hay en el mundo, ya no hay islas desiertas, y por eso tienen que
existir los psicólogos.
Estas
teorías se las aguantamos porque es una chica; si llega a ser un chico le
hacemos morder el polvo, descarao.
Nos
lo dijo al Orejones López, mi mejor amigo (aunque sea un cerdo traidor), a
Yihad, el chulito de mi barrio, y a mí, que como ya te he dicho mil veces, soy
Manolito Gafotas. Y nos lo dijo cuando estábamos esperando a que nos recibiera
la psicóloga del colegio, a que nos recibiera uno a uno, porque a los tres
juntos no nos aguanta nadie, porque de aquí a tres años lo más tardar vamos acabar siendo unos delincuentes. Eso no lo
digo yo, lo dice mi sita Asunción
que, además de maestra, es futuróloga porque ve el futuro de todos sus alumnos.
No le hace falta ni bola de cristal ni cartas: te hinca los ojos en la cabeza y
te ve dentro de muchos años como uno de los delincuentes más buscados de la
historia o ganando un Premio Nobel detrás de otro. Ella no tiene término medio.
TEXTO 2: narrador externo. El mejor de los tiempos
Era el mejor y el peor de
los tiempos, una edad de sabiduría y de necedad, una época de creencia y de
incredulidad, un momento de luz y de tinieblas, la primavera de la esperanza,
el invierno del desaliento, todo lo teníamos ante nosotros, íbamos derechos al
cielo o directamente al otro sitio. En pocas palabras, aquellos tiempos eran
tan sumamente parecidos a los actuales que algunas de sus autoridades, aquellas
que más se oían, insistían en calificarlos, para bien o para mal, solo en el
grado superlativo de comparación. En el trono de Inglaterra se sentaba un rey
de grandes mandíbulas y una reina de rostro vulgar; en el de Francia, un rey de
grandes mandíbulas y una reina de hermoso rostro. En los dos países, los
grandes del Estado, administradores de reservas de panes y peces, tenían muy
claro que las cosas no iban a cambiar jamás. Era el año de Nuestro Señor de
1775. […]
Mientras el leñador y el agricultor trabajaban
en silencio, los de las grandes mandíbulas y las de la cara vulgar y la cara
hermosa se movían aparatosamente, ejerciendo sus derechos divinos con mano
firme. Así llevaba el año 1775 a los grandes y a miles de criaturas pequeñas,
entre ellas las de esta crónica, por los caminos que se abrían ante ellas. […]
—
¡Sooo!
—dijo el cochero—. ¡Un poco más, condenados, y estaréis en lo alto, que ya me
ha costado trabajo que lleguéis hasta aquí! ¡Joe!
—
¡Hola!
—replicó el guarda.
—
¿Qué
hora es?
—
Las
once y diez.
Charles
DICKENS Historia
de dos ciudades
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